miércoles, 11 de julio de 2007

me gusta la metáfora de estar al borde de una superficie sin saber qué es lo que hay a un paso de distancia para explicar cómo me siento al fin de la carrera universitaria (qué feo que se llame "carrera", no? ¿es una competencia por quién llega primero acaso?) ...

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es sabido que las personas necesitamos gozar de algunas seguridades para poder vivir con cierta tranquilidad. pero quizá yo necesite más de esas seguridades, de esas estructuras que me sostengan. así por ejemplo, me es imposible escribir algo en word sin tener esas "cositas" que parecen una p invertida que me hagan saber que mis palabras no están flotando en el aire sino que están perfectamente alineadas y que tienen un espacio (y no dos), entre ellas. completamene maniática, sí.

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necesito también tener una agenda en donde pueda anotar las cosas que tengo pendientes, las fechas importantes, alguna cosa que sienta en el día. necesito hacer listas de las cosas que quiero hacer para no olvidarlas. necesito escribir para expresar cómo me siento, ya sea aquí o en mails / cartas a los amigos...

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pero mis manías no sirven solamente para estructurarme. también me desestructuran por completo. así, no puedo evitar comerme las uñas compulsivamente. no puedo evitar aplastarme los granitos hasta hacerlos sangrar. así también me aferro a relaciones que sé me hacen daño.
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¿y entonces?
¿me gustaría acaso saber qué hay "a un paso de distancia"?
quizá es mejor así, dar el paso para descubrirlo...

1 comentario:

omar manky dijo...

Querida tilsa; no encontré para nada la palabra adecuada que lograra sintetizar tristeza y alegría y no fuera copia de vallejo. Pero, sin licor, sin tiempo, stresado, y todo, recordé hace un momento un poema de Helguero al que vuelvo cuando no se como nombrar a mis sentimientos o personas o lo que veo en la realidad, como casi casi científico social que soy.
Un beso.

27
No hago problemas si mi esposa me trae una sopa fría o si caigo en la cuenta de que me engaña con un bombero; no levanto la voz si la encuentro sustrayendo de los cajones mis pomitos de insulina, si la descubro colocando en mi café una considerable cantidad de ácido clorhídrico; no inicio una discusión si de pronto decide hacer una fogata casera con las fotografías de nuestro matrimonio o con mis dientes postizos: lo que sí no puedo aceptar bajo ningún punto de vista es que no nos pongamos de acuerdo sobre el nombre de nuestro rollizo primogénito.
Cuando se toca ese tema las ollas se convierten en naves espaciales y la vajilla en víctima sonora de la necedad. Yo afirmo, mientras pretendo sacarle la nariz como una estaca, que el nombre apropiado es “Gerundio”, pues éste sugiere la continuidad de una tradición milenaria (en ese sentido todos nos deberíamos llamar “Gerundio”); ella, clavándome las uñas y unos insultos que no sería conveniente repetir, vocifera que el indicado es “Cabeza de Zapallo”, porque, efectivamente, tiene la cabeza de la misma forma que un zapallo, y es natural que las palabras estén en estrecha relación con la apariencia de las cosas.
Las discusiones no terminan hasta que nos vence el sueño o el aburrimiento, pero lo cierto es que nunca sacamos nada en claro, pues los dos insistimos en mantener los brazos erectos como palos de escoba. Ese es el motivo por el cual no hemos inscrito a nuestro hijo en el Registro Civil, pese a que tiene veinte años y un amor extremo hacia los empleados públicos. Yo, naturalmente, lo llamo “Gerundio”, y he obligado a mi secretaria y al sub-gerente que lo llamen así. Mi esposa, como es obvio, le dice “Cabeza de Zapallo”, y para congraciarse con ella, la vendedora de verduras lo llama de la misma manera. Sus amigos se refieren a él de acuerdo a su estado de ánimo: pueden decirle “Caracol”, “Carpeta”, “Mar”, “Reloj”, “Tormenta”, “Insecticida”, “Agua de Colonia”, etc.
Gerundio lee en el parque, feliz de poseer todos los nombres de la tierra.