Don Víctor tendría alrededor de 70 años, no demasiados. Quizá contribuyó el que no haya tenido acceso a un buen médico, a un buen sistema de salud.
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Papá lo conoció a finales de los 80, cuando entró a trabajar a esa ONG en la que él trabajaba como guardián. Se hicieron amigos y unos años después, él y su esposa, la Sra. Delfina, les pidieron a mis papás ser padrinos de sus dos hijos menores.
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De niñas, siempre íbamos a pasar el día a la casa en Chosica donde vivían como guardianes. Edwin, Néstor, María, Ingrid y Pepito siempre nos recibían contentos para jugar con nosotras volley, matagente, a las chapadas, a las canicas...Y la señora Delfina hacía una pachamanca riquísima. En los cumpleaños de mamá o papá, siempre llegaban a la casa con una gallina y una canasta llena de huevos.
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En los últimos años, don Víctor iba a la casa a llevar documentos para papá hasta dos veces por semana. Su puntualidad extrema lo hacía estar parado en la puerta de la casa a las 6:30 a.m. Y siempre se daba tiempo para conversar con Gabo sobre fútbol, y para practicar quechua conmigo.
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Esta madrugada, a las 3:30, el teléfono nos despertó a todos. Era Ingrid, que llorando contaba que su papá había muerto. Papá y Gabo rompieron en llanto y empezaron a contar sus recuerdos. Yo, callada, recreaba también los míos.
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Cuando papá y mamá se fueron al hospital, yo ya no pude volver a dormir pensando en lo injusta que es la muerte; y en que la vida, sin duda, lo es mucho más.